Luis Macaya Jiménez Habíamos tenido una muy buena recepción con el plato único bailable que organizamos en la comunidad con el fin de reunir fondos para la Navidad. Entre los vecinos locales también llegaron los de las comunidades cercanas y alguno que otro asiduo comerciante de la localidad, como don Julio, que compraba el carbón producido en el sector para venderlo en la ciudad a muy buen precio. El local se iluminó con una lámpara a parafina Petromax que causó asombro a los asistentes al evento, acostumbrados a alumbrarse con chonchones y velas.
Luego de la comida se armó la fiesta con tres patitas de cueca bien zapateada por don Julio. Y vaya que no, con los tremendos calamorros con que siempre andaba, hizo retumbar el piso y la estructura metálica del recinto. Fue una reunión muy amena, conversada y discutida por quienes quedamos hasta la amanecida.
Cerca de las 7 de la mañana mi cuerpo quería componerse con una agüita caliente y un buen descanso. Total esa mañana de sábado no trabajaríamos. Pero don Julio, que ya andaba en otros menesteres, llegó apurado y nos dijo que teníamos que bajar con él, porque comenzaba a caer la plumilla y seguro que nevaba y ya no podríamos bajar después. Con la caña mala y el cuerpo cortado, había que hacerse el ánimo para ganarnos el viaje, aunque colgados de las barandas como podíamos y con la nieve que apareció en finos copos que pronto moretearon las manos.
Lugar por lugar, entre sacadas de cuentas y parloteos, íbamos tirando los sacos de carbón al camión 3/4. La ruma fue subiendo y don Alcides, ebrio, no se bajaba, se seguía encumbrando hasta alcanzar los sacos el nivel de la baranda. Allí se vino el desastre. Entre acomodos y tallas se nos vino abajo el viejo, aterrizando de pleno con la cabeza en el suelo, sintiéndose un terrible crujido de leña gruesa y seca.
– ¡Conch… se nos mató este viejo!
Don Julio corrió y lo fue a ver. Tremendo hombre caído desde la altura, crujiendo y… Don julio se agarraba la cabeza a dos manos y se daba vueltas a uno y otro lado, sin saber qué hacer. Y nosotros atónitos, casi paralizados, abandonados quedaríamos a nuestra merced… En esa lejura habría que esperar horas y quizás un día entero hasta que llegara la policía y el juez para levantar el cadáver del porfiado amigo.
-¡Le dijeron que se bajara! ¡no hizo caso el breva!
Las mujeres se acercaron y tenía la impresión que ellas por arte de magia solucionarían todo. Quizás si lo dejáramos allí con ellas…, el hombre curao se cayó y murió, nosotros recién habíamos pasado y eso ocurrió, pasábamos por ahí, íbamos en tránsito. Don Julio no se convencía, rezongaba, se lamentaba, tocaba al fulano… ¡Qué vamos a hacer ahora! Y se inclinó nuevamente para cerciorarse que el hombre no respiraba.
-¡Shistt! ¡Callaos! – Nos pidió a todos, y puso su mano en el pecho del finado. Luego acercó su oído despacio a la nariz del amigo y de pronto un gran ronquido de ultratumba resonó entrecortado. Don Julio con los ojos abiertos de espanto quedó en el suelo tirado y el resto de nosotros entre coro y carcajada repetíamos celebrando:
– ¡Estaba aturdio el desgraciado! Que nadie lo mueva, que siga durmiendo la mona.
Revisada la cabeza, sin sangre ni cortadas, le agregamos media hora al momento aciago.
-Puchas ño, que nos tenía preocupados, pensamos que se nos había muerto- dijo don Julio.
-Son duros los cachos del buey- muy seguro dijo ese muerto resucitado. Y volvió a quedarse dormido.